jueves, octubre 17, 2024

"MARA". Por Lázaro Caldera Gómez.

Me han vuelto a despertar los vencejos, pese a que el nido que tenían en la ventana del cuarto desapareció hace tres días. Sé que alguien lo tiró, aunque madre dice que se cayó en la última tormenta. No me lo creo. Seguramente haya sido padre, o Satur, con el azadón.

Como siempre. Los he visto hacerlo en las naves de fuera. Me alegra verlos de vuelta, revoloteando. No se rinden: se van lejos, y regresan a los pocos minutos con el pico lleno de barro. Sueltan el pegotillo y se van de nuevo, en un afán de albañilería que les llevará al menos otros tres días. Desde la cama oigo su murmullo y el de los tractores arando las parcelas que rodean el cortijo. Anoche, en la duermevela, se me llenó el cuarto de ranas.

Casi las podía tocar. Encendí la lámpara y allí estaban. Soplaba un viento suave que las metía en el cuarto. La febrícula hizo el resto. Unas saltaban, otras se movían lentamente con su andar pegajoso entre las mantas y las sábanas. Otras trepaban por los juguetes, los libros, la cómoda. Otras croaban sobre la ropa que dejé encima de la silla. Desaparecieron justo cuando dejé de sudar.

Huele a café y a pan tostado. El tintineo de la puerta se mezcla con la conversación de los vencejos. Acaba de llegar alguien. Sube un olor agrio y amargo, tanto que pica en la garganta. Es Satur.



A los buenos días Antonia, le oigo gritar. Satur no habla, grita. Su voz taladra cada pared de la casa y se mete en mi cuarto como si él mismo hubiese venido a levantarme de la cama, ocupando el espacio que fue de las ranas y ahora es solo mío y de los vencejos. El olor a tabaco y estiércol es tan fuerte que se pega y desplaza el de la lavanda que cuelga del cabecero de la cama. Me levanto, abro la ventana y me siento en el quicio. Padre ya ha empezado a trabajar en el tejado del silo. Arrastra una placa enorme de acero y la deja caer. Pum. Coge otra plancha, la arrastra, y pum. Así varias veces, hasta que queda cubierta toda la telilla del techo, verde como sus abrigos de los domingos. Cae otra plancha. Pum.

—¡Abuelo, abuelo!

Me zarandean como a un monigote. La sombra que tengo delante no se apiada de mí ni cuando abro los ojos. Me agita con fuerza desde los hombros. Tengo la tentación de arrearle un bastonazo, pero el flequillo despeinado le delata.

—Manolín, coño, ni trasvelarme puedo.

—Lo siento, abuelo, pero es que me ha mandado mi padre a buscarte.

—Dile que ahora voy, anda.

El pequeño sale corriendo y se mete en la casa, voceando. ¡Papá! ¡Papá! Dice que ahora viene. La respuesta grave de Manolo sale del salón como el murmullo de un motor lejano, ininteligible, difícil de traducir, en contraste con la voz de flautín de mi nieto. Ante la puerta, el todoterreno ocupa la entrada principal hacia el camino de salida. El morro parte por la mitad el nombre, en azulejos, del cortijo. La bici de Manolín, diminuta, apoyada contra el imponente coche, resume en esos escasos metros años de vida.

Hay ajetreo de gente dentro, cacharros que van y vienen, un vaso que se rompe, risas, la gravedad de ultratumba, otra vez, de la voz de Manolo, cavernaria, línea de contrabajo en la sinfonía. Huele a café, sí. Y a puchero. Cierro los ojos y oigo todo tal cual era y estaba.

Pum. Cae otra plancha sobre el tejado del silo. Pum. Y otra plancha.

Las manos de madre son como lijas, pero me gusta tocarlas. La izquierda es ligeramente más suave. Con esa agarra los platos, los cacharros, sujeta los botes cuando trata de abrirlos. La derecha es un caparazón de tortuga, porque con ella agarra, restriega con el estropajo, con la nana, con el cepillo. Hace fuerza en la tapa para abrir los botes, las latas, las garrafas, las botellas. Le podrían amputar la mano izquierda y seguiría tan campante, trabajando como siempre, como si nada hubiese pasado. Seguro. Pero para mí sería horrible, porque esa, su mano izquierda, es la mano suave. Los dedos, por arriba, también son casi caparazones de galápago. De galapaguitos chicos. Ahora también tiene que agarrar el azadón, las palas, la escoba larga de la era y la del silo. Y cuando Satur no puede, es ella quien arregla y coloca las planchas del techo.


Hay que acabar el tejado, limpiar bien el suelo y pintar las paredes, y hay que hacerlo pronto, que se nos mete el verano, dice. Cuando la oigo decir que se nos mete el verano, pienso en el verano como un señor que se quiere meter en casa y aprovecharse de nosotros. Tiemblo y se me erizan los pelos de la nuca. Se nos mete el verano, repite, con una brocha gorda en la mano, repasando otra vez una de las paredes del silo, y después la otra, y la otra de más allá. Y el verano mirando desde la puerta, frotándose las manos y riéndose con la boca abierta, babeando como un perro muerto de hambre que se sabe más pronto que tarde con la boca llena de carne de la presa que tiene delante.

Piensa también que esto un día será tuyo, y te tocará también arreglar el silo, y limpiar los chiscones, y el palomar, sobre todo el palomar, y cuando no haya campo, tendrás casa y cuando no tengas casa, tendrás campo. Eso es así hijo, me dice, mientras refriega la pared con el estropajo. Eso es así, murmulla, entre suspiros, limpiándose el sudor con la manga del jersey.

Tac, tac, tac. Las pisadas de Satur arriba, en el techo, suenan como saltitos de urraca. Pum. Cae una de las últimas planchas que remata el tejado del silo.

—Este puto cortijo nos va a quitar el pellejo. Sus muertos —se queja el viejo, con amargura.

—¡Esa boquita! —replica madre, severa, desde abajo.

—Bueno está, bueno está —rumia Satur, de vuelta. Todavía se le escapan más juramentos mientras se suena los mocos.

Dibujo con ramitas círculos y figuras en el polvillo del silo. Me aburro, pero no quiero separarme de madre, que a ratitos aprovecha para darle un trago a la bota de vino. Un goterón moradito le baja por la camisa hasta el pecho. Se limpia con el brazo. La miro. Me devuelve la mirada, sonreímos, pero no tardamos en bajar la cabeza, en volver a clavar los ojos en el suelo. Canturrea, pero termina llorando. Yo hago como que no la oigo ni la veo, pero sé que lo hace, porque siempre se pone de lado o de espaldas, le tiembla la cabeza, empieza a decir ay, ay, ay, muy bajito, y a mí me empieza a doler la garganta y a picar la cabeza. Entonces es cuando pienso que nos está mirando, y que por eso nos ponemos tristes. Porque nosotros no podemos mirarle a él. Pero él a nosotros sí.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Chacho!

Manolo ha salido a fumar y me llama desde la puerta de la casa.

—Otra vez has caído —me dice con retranca.

Le veo venir. Sí, otra vez cerré los ojos, me dormí. Pero ahora los abro sentado contra la tapia del silo. No sé cómo he acabado aquí, sobre el poyo, a la sombra de la glicinia. Se aproxima poco a poco tras lanzar el cigarro por encima de la verja, con un movimiento leve pero hábil de dedos. Está moreno, ese moreno cobrizo que delata a los que tienen suerte de irse de vacaciones más de una semana al año. Le veo poco, menos de lo que querría.

Cualquiera diría que es la misma criatura que levantaba un metro del suelo hace casi nada y tenía que rescatar del techo del silo dos veces al día, cuando subía en busca de pichones y salamanquesas. No tenía narices de bajarse después.

Desde la profundidad de su garganta asediada por el tabaco y el alcohol, regresa con lo de tantas otras jornadas: que venda, que me olvide, que me vaya. Sobre todo, que me vaya. Que me voy a pudrir aquí, solo.

—¿Te acuerdas? —le digo, mientras acaricio el tronco de la glicinia. —Apareció un día, de repente. Tu madre dijo que la arrancáramos, que se iba a cargar la pared y nos iba a levantar el suelo de la casa. Yo le dije que no. Le echaste sal unas cuantas veces y mírala, tres leches le ha dado.

—Está imponente, sí —contesta, sonriendo.

No voy a vender, Manolo. No. No voy a dejar que lo poquito que tengo desaparezca, ni me voy a pegar los últimos días de vida mirando fotos con lástima, echando de menos lo que puedo decidir seguir disfrutando, o tirar abajo, quemar si quiero, ¿qué más da? Pero no, no soy capaz de decírselo. Lo pienso mirando al suelo, picando en el barrillo con el bastón. Él se enciende otro cigarro, de espaldas a mí, exhala el humo, una mano en el bolsillo, la otra paseando el pitillo entre los dedos como una monedilla. Bajo el coche distingo la sombra de Manolín, que sé que nos escucha.

—Si vendo, se lo explicas tú —le digo, señalando con el bastón al niño. Manolo arruga la frente

—Tira para adentro, anda —Manolo mueve la cabeza en dirección a la casa y mi nieto obedece como un perrillo amaestrado, pero veo que no llega a entrar. Se queda detrás de la pared baja del porche, entre las macetas. Manolo contraataca.

—Qué ganas tienes de joderte lo poco que te queda

—Mira Manolo, no digo que no seas feliz, pero coño, déjame a mí serlo hasta que me muera. Luego haz lo que te salga de los cojones con la casa —espeto, y el ladrón de pichones de poco más de un metro que no era capaz de bajarse del silo, se da la vuelta y se mete en la casa, como cada vez que lo bajaba del techo de chapa con los bolsillos vacíos.



Manolín viene corriendo y se abalanza sobre mí. Los ojillos gachos hablan por sí solos. Le digo que sí, que todo estará bien. Que volveremos a la charca a coger ranas. Que traeré gallinas, y cogeremos los huevos. Y volveremos a perseguir a los gatos chicos para limpiarles

las legañas y darles leche. Sonrío levemente y cierro los ojos. Un soplo de aire agita la glicinia. Las ramitas secas caen sobre las chapas oxidadas del silo, que tintinea, sutil, en un ensayo suave de granizada.

—Manolo, sube anda, mira.

Solo le veo los rizos. Todavía tiene fuerzas para encaramarse ahí arriba estando como está. Me espera donde siempre, sentada al final del tejado. Subo y me siento junto a ella. Sus rizos me dan en la cara y me hacen cosquillas. Desde ahí, ambos nos quedamos mirando a la charca. El viento trae una verbena de ranas croando.

—¿Y si hacemos un merendero y una casetilla allí? —me pregunta con una amplísima sonrisa en la que aguanta una ramita de hinojo.

—Por mí como si hacemos dos.

Le acaricio la barriga. El niño patalea. Ella me dice que hoy está revuelto, y yo solo quiero que siga igual de revuelto cuando venga al mundo. Que no pare quieto. Que nada le pare. Que nada le pare, Mara. Manuel, hijo, sobre todo eso, que nada te pare.

—¡Abuelo, abuelo! Que te duermes.

Manolín me despierta. Mira, me dice. Una ráfaga de viento se lleva por delante casi todos los tiestos del patio y arranca parte de los azulejos del nombre del cortijo. Le digo que no se preocupe por los tiestos y que vaya al chiscón a por un poco de cemento cola. Cuando vuelve, recogemos los pedazos y vamos pegándolos poco a poco. M-A-R-A-V… Manolo sale de la casa voceando, llamando al pequeño.

—¡Niño! Nos vamos. Espabílate. Manolín me mira con los ojos apagados.

—Vete anda. Ya termino yo —le susurro, guiñándole un ojo.

Me da un beso en la mejilla y me dice al oído que me ha dejado una cosa en la entradita. Sale corriendo, se monta en el coche, y Manolo pega un acelerón marcha atrás que envuelve todo el patio en una espesa nube de polvo. El coche se hace invisible nada más atravesar el portón.

Pego los últimos azulejos en la pared. I-L-L-A. Voy a la entradita, abro el cajón del mueble y saco la caja de cigarros que Manolín le acaba de robar a su padre. Enciendo uno. Los tiestos ruedan bajo los azulejitos verdes y azules. La chapa del techo del silo silba entre sus dientes rojos de óxido. Me siento bajo la glicinia, recostándome contra la tapia. En lo alto del tejadillo de la casa, una pareja de vencejos juguetea con la cuerda de tender. Hemos hecho lo que hemos podido, Maravilla. Y vuelvo a cerrar los ojos.





Lázaro Caldera Gómez (Talavera la Real, 1991).

Ha colaborado en fanzines y publicaciones nacionales e internacionales (Pabellón de Inadaptados, Aion, Zarracatalla Poética) explotando el fotorreportaje, el collage, el montaje fotográfico y la poesía visual. Ha publicado numerosos poemas y relatos, escrito artículos y colaborado en múltiples publicaciones literarias, entre ellas, la antología Siete formas de vivir (MaLuMa Ediciones, 2023) y la antología de cuentos El vuelo de la palabra, el cuento en Extremadura (Editorial Extremeña, 2024). Forma parte de la Tertulia Página 72 y del colectivo artístico ARTA.

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